De todo lo acontecido en los últimos días lo que más me ha llamado la
atención no han sido las protestas de los chicos de instituto por los
recortes en la enseñanza pública, ni el asunto Urdangarín, ni el triunfo
de mi pariente, paisana y amiga Carmen Agredano en la gala de los Goya,
sino los golpes en la mesa del jefe de policía de Valencia mientras
presumía chulescamente de no descubrir sus armas al presunto enemigo
que, en plural y en abstracto, vamos a llamar Ciudadano, así con
mayúsculas, considerado con el respeto debido a la palabra, a su
continente y a su contenido.
Lo del jefe de policía, en principio, oído
en diferido, me pareció, con todo, menos chulesco y peligroso que las
palabras del ministro de Justicia en defensa de la violencia
institucional cuando el enemigo ciudadano o el ciudadano enemigo que
ellos ven, amenaza, según Gallardón, su libertad, la de usted, la de
todos nosotros, incluida la del señor ministro de Justicia. En el
sentido en el que lo expresaba el descendiente de Isaac Albéniz (músico
incomparable) el ciudadano enemigo o el enemigo ciudadano debería
abstenerse de cualquier tipo de protesta callejera, justificada o no,
pues la calle, espacio de convivencia común, sería de todos siempre que
no sirviera de escenario de protesta colectiva, en cuyo caso la calle ya
no sería de nadie.
Y eso suena a fascismo.
Y eso, oyendo las palabras
de Gallardón, me sonó a siniestra melodía de los tiempos en los que la
calle de todos era la calle de nadie, salvo de los ministros de
Gobernación de antaño, de los gobernadores civiles de antaño y de la
policía predemocrática del antaño predemocrático.

Y eso, me dio miedo. Eso y las afirmaciones acá y acullá de políticos del gobierno aludiendo, selectivamente, a la presencia, entre los chicos de instituto, de miembros antisistema, elementos del kale borroka, cojosmantecas de antaño y, lo más curioso, rubalcabas de la oposición socialista que hasta hace poco y sin ningún escándalo habían ejercido la responsabilidad de la seguridad ciudadana.
Todo vino a decir que para
cierta gente de cierta ideología siempre estará justificada la violencia
institucional cuando ellos gobiernan y la calle creen que les pertenece
porque ellos son los que mandan y a callar todo el mundo sin rechistar o
te doy con la porra y un chulo con el cargo de jefe de policía pega
golpecitos amenazadores sobre la mesa mientras llama enemigos a unos
chicos de instituto que protestan por no tener calefacción en las aulas.
Una escena memorable que podría corresponder a la visión de la historia
de todos los fantasmas habidos y por haber en este país y que están
convencidos de la existencia del protocolo de los sabios de Sión.
Lo que
para el dictador que surgió de la guerra incivil fuera llamado (y
siguen llamando sus herederos sociológicos) contubernio judeo-masónico.
Contubernio del protocolo patrio de meter en un mismo saco a todos
aquéllos que no piensen como los que creen en la existencia del
protocolo y que son muchos más de los que todos pensamos. Ni modernidad,
ni leches.
En el fondo de sus ideas políticas estos señores que ahora
gobiernan son unos anticuados, siguen viendo fantasmas como los de los
sabios del protocolo de Sión en cualquier manifestación de desacuerdo
expresada en la calle o en una charla privada que se salga del guión de
las conductas pasivas ante sus actos de gobierno.
He vivido dos
gobernanzas de la derecha bajo mayoría absoluta y se parecen como una
gota de agua a otra, aunque hayan cambiado las circunstancias. Lo que
las diferencia es que el desgaste de gobierno, que suele acontecer a los
dos años más o menos, haya comenzado tan pronto. Los que no son sus
votantes naturales comienzan a decir "a mí no me mires, que yo no los
voté" ante lo que ya está ocurriendo y ante lo que se avecina.
Cuando
aparezcan ante los ojos de los gobernantes los fantasmas de los sabios
del protocolo de Sión.