miércoles, 28 de marzo de 2012

La música del silencio

Para el homenaje a Carmen Agredano que le han rendido el Ayuntamiento de Fuente Obejuna y nuestro pueblo de La Coronada por haber obtenido el premio Goya a la mejor canción original, justifiqué mi forzada ausencia con el envío de unas palabras dedicadas a ella y centradas en nuestra común pasión de la música. 

Y le decía yo, a Carmen Agredano, que mis silencios no son silencios fríos sino silencios sonoros. Por ejemplo: voy por la calle contemplando la vida, la actividad de la gente y en mi cerebro suena una música. 

Me siento a tomarme una cerveza y mientras mis labios se llenan de espuma, mi cerebro reposa en un silencio que contiene el brindis de La Traviata . A veces, leyendo, me asalta una nana con la que mi madre me dormía. O la nana que cantaba Jarcha y que luego hizo famosa Martirio, una de sus componentes, la famosa Nana rociera y mi mujer, como es de Huelva, sonríe con la marisma de sus ojos cuando la escucha. 
Porque la música es lo último que pierde la memoria. Lo sé por la experiencia de la enfermedad de mi mujer. Cuando se estrenó la película El gran silencio de Philip Gröning, comentaba yo que desgraciadamente no atraería mucho público, pero que era una confortable noticia en tiempos de decibelios desatados. Tiempos en los que el ruido que soportamos en el exterior es equiparable al que soportamos en el interior si no sabemos abstraernos a sus perversas influencias. 
El silencio es como una soledad sonora que echamos de menos entre tanto ruido, entre tanta palabrería insustancial y vana, sobre todo en campaña electoral. El silencio es un secreto fecundo y profundo y para disfrutarlo no es necesario residir en la Cartuja de la Chartreuse, en los Alpes de Francia, a donde nos lleva la película. 

Decía Plutarco que de los hombres aprendemos a hablar y de los dioses a callar. En este mundo no suele cumplirse aquel proverbio de Salomón ("Aún el ignorante, si calla, será reputado por sabio") sino más bien su contrario. Una fuente de sabiduría el silencio que echamos de menos en las ciudades, en las viviendas, en los alaridos radicales de cierta música de hoy, en el fragor del tráfico y el aullido de las discotecas. 



En otro tiempo esta ciudad tenía fama de estar habitada por cierto espíritu filosófico que otorgaba al silencio dones de felicidad contemplativa. En los santuarios de las viejas tabernas no era infrecuente oir, entre sorbo y sorbo de dorado montilla, esta conversación apócrifa atribuida a castizos personajes: -"¡Qué bien se está hablando poco!". -"¡Mejor se está sin hablar !". Cuando entro por la Puerta del Colodro hacia Santa Marina siempre tengo la tentación de detenerme en el convento de monjas de clausura que es como un silencio grande y reputado, como un pan espiritual que me recuerda un poema del Crepusculario de Pablo Neruda. 

El silencio, en estos lugares, es como no marcharse de la vida sino contemplarla desde dentro para aprender que esa rareza de nuestros días, el desacreditado silencio, es una virtud tan poco cultivada que tal vez aparece como una forma de felicidad gratuita a quienes les sea dado el momento propicio y el propicio lugar para encontrarlo. 
No me veo viviendo en una cartuja, como en la película, aunque sí encerrado entre las páginas de un libro o envuelto por una suave música, por el murmullo de los árboles, por el rumor del agua, por todas esas insignificantes variedades con las que la naturaleza nos devuelve a la vida primordial entre tanto atasco del tráfico del mundo, de la política, de la televisión y de esas modas de las urbanas hordas juveniles que fastidian el descanso del vecindario. Esa rara y maravillosa película de El gran silencio es como un golpe de belleza a esta sociedad que no busca el conocimiento desinteresado sino el ruido y la furia, hacer dinero y saturarse de superfluas rutinas en las que algunos parecen como autistas cocidos en su propia salsa.

¡Qué bello y admirable es el silencio si logramos pensarlo en un sordo absoluto como Bethoven!, todo un derecho de autor del silencio como virtud, como estado de espíritu, como elevación y como forma del pensamiento. 

viernes, 2 de marzo de 2012

El protocolo

De todo lo acontecido en los últimos días lo que más me ha llamado la atención no han sido las protestas de los chicos de instituto por los recortes en la enseñanza pública, ni el asunto Urdangarín, ni el triunfo de mi pariente, paisana y amiga Carmen Agredano en la gala de los Goya, sino los golpes en la mesa del jefe de policía de Valencia mientras presumía chulescamente de no descubrir sus armas al presunto enemigo que, en plural y en abstracto, vamos a llamar Ciudadano, así con mayúsculas, considerado con el respeto debido a la palabra, a su continente y a su contenido. 



Lo del jefe de policía, en principio, oído en diferido, me pareció, con todo, menos chulesco y peligroso que las palabras del ministro de Justicia en defensa de la violencia institucional cuando el enemigo ciudadano o el ciudadano enemigo que ellos ven, amenaza, según Gallardón, su libertad, la de usted, la de todos nosotros, incluida la del señor ministro de Justicia. En el sentido en el que lo expresaba el descendiente de Isaac Albéniz (músico incomparable) el ciudadano enemigo o el enemigo ciudadano debería abstenerse de cualquier tipo de protesta callejera, justificada o no, pues la calle, espacio de convivencia común, sería de todos siempre que no sirviera de escenario de protesta colectiva, en cuyo caso la calle ya no sería de nadie. 
Y eso suena a fascismo. 
Y eso, oyendo las palabras de Gallardón, me sonó a siniestra melodía de los tiempos en los que la calle de todos era la calle de nadie, salvo de los ministros de Gobernación de antaño, de los gobernadores civiles de antaño y de la policía predemocrática del antaño predemocrático. 



Y eso, me dio miedo. Eso y las afirmaciones acá y acullá de políticos del gobierno aludiendo, selectivamente, a la presencia, entre los chicos de instituto, de miembros antisistema, elementos del kale borroka, cojosmantecas de antaño y, lo más curioso, rubalcabas de la oposición socialista que hasta hace poco y sin ningún escándalo habían ejercido la responsabilidad de la seguridad ciudadana. 
Todo vino a decir que para cierta gente de cierta ideología siempre estará justificada la violencia institucional cuando ellos gobiernan y la calle creen que les pertenece porque ellos son los que mandan y a callar todo el mundo sin rechistar o te doy con la porra y un chulo con el cargo de jefe de policía pega golpecitos amenazadores sobre la mesa mientras llama enemigos a unos chicos de instituto que protestan por no tener calefacción en las aulas. 

Una escena memorable que podría corresponder a la visión de la historia de todos los fantasmas habidos y por haber en este país y que están convencidos de la existencia del protocolo de los sabios de Sión. 
Lo que para el dictador que surgió de la guerra incivil fuera llamado (y siguen llamando sus herederos sociológicos) contubernio judeo-masónico. Contubernio del protocolo patrio de meter en un mismo saco a todos aquéllos que no piensen como los que creen en la existencia del protocolo y que son muchos más de los que todos pensamos. Ni modernidad, ni leches. 
En el fondo de sus ideas políticas estos señores que ahora gobiernan son unos anticuados, siguen viendo fantasmas como los de los sabios del protocolo de Sión en cualquier manifestación de desacuerdo expresada en la calle o en una charla privada que se salga del guión de las conductas pasivas ante sus actos de gobierno. 
He vivido dos gobernanzas de la derecha bajo mayoría absoluta y se parecen como una gota de agua a otra, aunque hayan cambiado las circunstancias. Lo que las diferencia es que el desgaste de gobierno, que suele acontecer a los dos años más o menos, haya comenzado tan pronto. Los que no son sus votantes naturales comienzan a decir "a mí no me mires, que yo no los voté" ante lo que ya está ocurriendo y ante lo que se avecina. 
Cuando aparezcan ante los ojos de los gobernantes los fantasmas de los sabios del protocolo de Sión.