Y le decía yo, a Carmen Agredano, que mis
silencios no son silencios fríos sino silencios sonoros. Por ejemplo:
voy por la calle contemplando la vida, la actividad de la gente y en mi
cerebro suena una música.
Me siento a tomarme una cerveza y mientras mis
labios se llenan de espuma, mi cerebro reposa en un silencio que
contiene el brindis de La Traviata . A veces, leyendo, me
asalta una nana con la que mi madre me dormía. O la nana que cantaba
Jarcha y que luego hizo famosa Martirio, una de sus componentes, la
famosa Nana rociera y mi mujer, como es de Huelva, sonríe con
la marisma de sus ojos cuando la escucha.
Porque la música es lo último
que pierde la memoria. Lo sé por la experiencia de la enfermedad de mi
mujer. Cuando se estrenó la película El gran silencio de
Philip Gröning, comentaba yo que desgraciadamente no atraería mucho
público, pero que era una confortable noticia en tiempos de decibelios
desatados. Tiempos en los que el ruido que soportamos en el exterior es
equiparable al que soportamos en el interior si no sabemos abstraernos a
sus perversas influencias.
El silencio es como una soledad sonora que
echamos de menos entre tanto ruido, entre tanta palabrería insustancial y
vana, sobre todo en campaña electoral. El silencio es un secreto
fecundo y profundo y para disfrutarlo no es necesario residir en la
Cartuja de la Chartreuse, en los Alpes de Francia, a donde nos lleva la
película.
Decía Plutarco que de los hombres aprendemos a hablar y de los
dioses a callar. En este mundo no suele cumplirse aquel proverbio de
Salomón ("Aún el ignorante, si calla, será reputado por sabio") sino más
bien su contrario. Una fuente de sabiduría el silencio que echamos de
menos en las ciudades, en las viviendas, en los alaridos radicales de
cierta música de hoy, en el fragor del tráfico y el aullido de las
discotecas.
En otro tiempo esta ciudad tenía fama de estar habitada por
cierto espíritu filosófico que otorgaba al silencio dones de felicidad
contemplativa. En los santuarios de las viejas tabernas no era
infrecuente oir, entre sorbo y sorbo de dorado montilla, esta
conversación apócrifa atribuida a castizos personajes: -"¡Qué bien se
está hablando poco!". -"¡Mejor se está sin hablar ná !".
Cuando entro por la Puerta del Colodro hacia Santa Marina siempre tengo
la tentación de detenerme en el convento de monjas de clausura que es
como un silencio grande y reputado, como un pan espiritual que me
recuerda un poema del Crepusculario de Pablo Neruda.
El
silencio, en estos lugares, es como no marcharse de la vida sino
contemplarla desde dentro para aprender que esa rareza de nuestros días,
el desacreditado silencio, es una virtud tan poco cultivada que tal vez
aparece como una forma de felicidad gratuita a quienes les sea dado el
momento propicio y el propicio lugar para encontrarlo.
No me veo
viviendo en una cartuja, como en la película, aunque sí encerrado entre
las páginas de un libro o envuelto por una suave música, por el murmullo
de los árboles, por el rumor del agua, por todas esas insignificantes
variedades con las que la naturaleza nos devuelve a la vida primordial
entre tanto atasco del tráfico del mundo, de la política, de la
televisión y de esas modas de las urbanas hordas juveniles que fastidian
el descanso del vecindario. Esa rara y maravillosa película de El gran silencio
es como un golpe de belleza a esta sociedad que no busca el
conocimiento desinteresado sino el ruido y la furia, hacer dinero y
saturarse de superfluas rutinas en las que algunos parecen como autistas
cocidos en su propia salsa.
¡Qué bello y admirable es el
silencio si logramos pensarlo en un sordo absoluto como Bethoven!, todo
un derecho de autor del silencio como virtud, como estado de espíritu,
como elevación y como forma del pensamiento.
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