miércoles, 7 de noviembre de 2012

La casa del silencio


En la casa de los silencios las flores del otoño, depositadas con amor y nostalgia junto a las tumbas, huelen a un olor simplicísimo, a un olor que se disipa en el aire nuevo de la mañana como un pensamiento fugaz. La gente viene a cumplir el rito anual de noviembre, a dejarles constancia a los que ya no están con nosotros de que aún nuestra memoria no se ha oxidado con el orín de los olvidos. Hemos venido a preguntarnos, en la soledad de cada corazón, como será la soledad de los habitantes de la casa del silencio, sí sus preguntas de la vida han encontrado la respuesta adecuada o si sólo han quedado reducidos, quimicamente, a polvo y a ceniza de los ayeres luminosos desvanecidos en el ph neutro de la muerte. 

En lo que concierne a esta inevitable certeza humana, todo depende de la fé que uno tenga o del escepticismo que ha despejado todas las dudas abandonándonos en el desierto reinante del descreer. Lo único verdaderamente seguro es que en la casa de los silencios cabe todo lo grande y todo lo pequeño, todo lo leve y todo lo sin nombre que cuando nos creemos en el centro de la vida se atreve a penetrar en nuestro centro. 




Y es en estos días de un otoño suave cuando venimos a cerciorarnos de la fugacidad con un recuerdo y unas flores o con una oración a la eterna pregunta de la vida que en la vida no tiene más respuesta que la que quiera darle cada uno. Entre el ir y el venir de las mujeres que han venido a traer una limpia fragancia de cuidados a las tumbas de los seres queridos uno se siente como en una verbena conmemorativa en la que no faltaran ni la pianísima música del viento ni la alegría descuidada de los niños ni el piar de los pájaros. Un bullicio de vida en la casa de los silencios nos invita a pensar que, en algunos lugares, el día de difuntos es una fiesta de los vivos, como si convencidos de la provisionalidad de la existencia se lo tomaran como una víspera necesaria. 

Ocurre en Méjico y en otros países de la América latina. Ocurre en Génova cuyo cementerio es toda una apuesta por la estética competitiva, con mausoleos engalanados cual tributos barrocos a quienes ya no pueden deleitar sus ojos ante tanta belleza compulsiva. En Roma existe un lugar elegíaco conocido con el nombre de Cementerio de los Ingleses . Junto a un sauce, cerca de la tumba de Cayo Cestio, reposan las cenizas de un poeta, el hijo eplínico de la bruma, William S.Keats, aquel que quiso morir bajo la luz de las violetas más hermosas de Italia. Muy próximas a su morada eterna no sólo las violetas sino unas rosas frescas y blancas, hermosísimas, dan siempre escolta galante a los restos del poeta inglés cuyos versos se alzaron desde las nieblas de Bretaña hasta tocar la luz mediterránea y clara de la muerte en un cementerio elegíaco del sur. 




Otro poeta, Dionís, que fuera rey de Portugal, se eleva a flor de mar todos los días desde las simas del océano donde se ahogara. Dicen los portugueses que lo cubren las anémonas de mar y que cuando emerge su cuerpo lo acompañan arrullos de tórtolas de Cnido que esparcen sus canciones sobre la tierra de los luisiadas. Al salir de la casa de los silencios uno se siente como si hubiera estado sumido en una amnesia melancólica. En la puerta las floristas apenas venden flores. Y es que las flores, criaturas luminosas y fugaces, como la misma vida, han nacido tanto para celebrar un amor viviente como para conmemorar un amor perdido.
Como los pájaros, que estos sí que dan murria cuando piensas, como pensaba con melancolía Juan Ramón Jiménez, que seguirán cantando cuando no estemos, aunque tengamos la certeza de que ellos también, como las flores, están sujetos a la norma común de la esfumante realidad.

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