El solitario almendro del huerto de Cesáreo, enfrente del cementerio
de mi pueblo, acaba de alumbrar el primer pimpollo de su flor en medio
de la escarcha, que es como la nieve que no llega a ser nieve.
Como la
lluvia que enniñada en rocío vela la tierra del secano. Bajo ese velo y
al contacto del primer rayo de sol el incipiente verde de los campos
fertiliza de promesas los ralos sueños del campesino.
En los hermosos
pueblos de la sierra de Córdoba, desde el valle del Guadiato al valle de
los Pedroches, cada año nuevo es, absolutamente, la yema blanca,
incierta, de la repetición de los ciclos agrarios.
Estos días de
invierno, si hace sol, son tan intensamente azules y con la tierra tan
llena de lágrimas, que da frío de mirar al cielo de donde todo proviene
para el campesino: la luz, la sombra de la lluvia, la vida y la muerte,
la incierta cosecha de los días de un hombre.
De este contacto íntimo
que se establece entre los habitantes del secano y el paisaje invernal
nace una relación genesíaca. Debe ser por la influencia optimista de la
luz, acristalada por el frío, lo que le da una transparencia única en
estos pueblos, donde se está tan cerca de la realidad de la vida y en
los que se siente la pequeñez y, contradictoriamente, la grandeza de la
naturaleza humana.
Con unos días de diferencia he despedido para siempre
a dos seres muy queridos: mi tío Cesáreo y mi primo Matías. En lo que
va de año he perdido, además, a tres amigos y vecinos. ¿Será por la
maldición de los años bisiestos? Nada de eso, sino el azar de las
estadísticas. Los viejos campesinos se muestran escépticos ante
cualquier cambio que pueda producirse en sus precarias existencias, sea o
no sea bisiesto el año.
Hablando en Córdoba con un viejo paisano del
tema de la crisis, me dice que a ellos, los campesinos, les trae al
pairo. Nacieron en crisis y en crisis morirán y en la crisis viven
gastando lo justo. A ellos les importan las cabañuelas, que el dios del
secano sea propicio, que las ovejas no dejen de parir y que se haga
realidad esa promesa del proyecto de una fábrica en la deprimida comarca
que no levanta cabeza desde que Peñarroya-Pueblonuevo perdió el tren
del futuro.
Y es que tanto en el bajo como en el alto Guadiato sigue
habiendo sembrados de gleba que corren a la par con el pequeño pobre río
que es como un símbolo del bajo nivel de vida de esta zona en la que yo
nací. Una zona en la que la pobreza secular es un estado místico del
hombre.
Bajo el frío cielo invernal los veo caminar,
contemplando la escarcha que vela los campos. Bajo el mismo paisaje de
enero a diciembre. Toda su filosofía de la vida se basa en esperar.
Mirando al cielo de donde provienen el bien y el mal de sus azarosas
vidas. Ahora está limpio y frío. El nuevo año sólo es un número de la
lotería del destino de mis paisanos. Como el euro que nadie tiene.
Tal
vez sea así y que todas las alegorías del paisaje que nos inducen a la
relación genesíaca del optimismo en estos días claros sólo sean
barruntos de las isobaras de la felicidad. "La vida es vasta y la
amargura es dulce y claro el ánimo" (Paul Valery). Así bajo la escarcha,
donde la nieve no llegará a ser nieve, bajo los pétalos del rocío que
vela la tierra y hace soñar con la lluvia al campesino de mi pueblo. La
vida de hoy para beber mañana.
Un año más cargando con la pesadilla de
la crisis económica y Rajoy diciendo que aún será peor o que falta lo
peor por venir. No creo que se refiera a los que todo lo han perdido, a
los deshauciados, a los jóvenes jubilados en vida cargando con la cruz
de los desaires. Plotino decía: "Vivir aquí con las cosas del mundo es
un sometimiento".
Donde Borges hubiera escrito "costumbre". Los viejos
ya tenemos nuestra propia crisis. La mayoría, después de haber vivido
hipotecados, cargan ahora con la onerosa hipoteca de la salud. Algunos,
incluso, con las hipotecas económicas de sus hijos.
Con tanto
paro juvenil, casi todos necesitan ayudas, algunas procedentes de las
bajas pensiones de sus progenitores. A ellos ni siquiera les quedará ese
remiendo de la vejez.